El turbio asunto del Maine fue el carpetazo final del imperio español, el portazo con el que la historia cerraba un largo capítulo de glorias, miserias y azares. Fue, también, el pistoletazo de salida para los jóvenes que iban a representar un nuevo talante frente a lo viejo y caduco, la llamada Generación del 98: Ganivet, Unamuno, Maeztu, Azorín, Valle-Inclán, Baroja, Machado. Es también el momento de la renovación en la pintura (Sorolla, Zuloaga y Regoyos), en la arquitectura (Gaudí), en la música (Albéniz, Falla y Granados), en educación (Institución Libre de Enseñanza, Ginés de los Ríos), en medicina (Ramón y Cajal, Ferrán), en matemáticas (Torroja) y en ingeniería (Torres Quevedo).


Han pasado cien años y el eco de la explosión del Maine aún se percibe entre el doméstico trajín de esta España instalada en la incierta bisagra del milenio, que avizora con esperanza y desasosiego el brumoso futuro de su segunda Restauración.